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Lucía Javier  /  Marco de Marcos  / 

Gregorio Gutiérrez González

mazorca de maíz, vintage, sin fondo
mazorca de maíz, vintage, sin fondo

La casa solariega se ha quedado allá atrás recostada al paisaje, como un centinela glorioso de la airosa montaña. Sólo el chorro de agua sigue un rumor como de plegaria, mientras la familia se ha ido al pueblo, para una temporada “larga

y tendida”.  Al medio día, llegan para participar en la Fiesta del Maíz LOS CASTAÑEDA, y ellos saben que

la ciudad se vuelve toda alegría y música, para rendir homenaje a sus virtudes hidalgas.

Estampa de La Familia Castañeda

Por eso, desde los lomos de los caballos finos, saludan a la multitud los arrogantes Patriarcas, que muestran una cara de triunfo como si vinieran de una conquista escrita para todos los siglos. Sonríen las hijas mayorcitas y casaderas, arrean las mulas con los corotos los hijos y los vecinos, llora el pequeño en los brazos de la madre labriega, y los medianos en turega viajan entre canastos, al lomo de mula “La parda” que es fiel y mañosita. Son doce por lo menos, los miembros de la siempre viva “Familia Castañeda”, testimonio de una estirpe de titanes forjados en la montaña, para la conquista del cielo y la consagración de la tierra.

 

Como van a “estarse para lo largo” en el pueblo, han traído consigo todas sus pertenencias: el viejo colchón de rayas y las esteras, el baúl y los hatillos con las cobijas y las ropas, los santos y los recuerdos, el pilón de piedra y forja, las ollas de barro, el molinillo y la chocolatera, las bateas de palo que con las totumas y los cedazos, forman la vajilla ancestral. Atrás vienen cargas de maíz y revuelto en abundancia al lomo de los bueyes, el perro fiel y la vaca lechera con el cerdo parsimonioso, sin que falte el tiple bambuquero para las noches de nostalgia, cuando en reunión familiar entonan todos, las canciones de amor, de despecho, o a la madre, para vibrar de emoción.

 

Todo lo que traen del campo es tan preciso como aire y sol, y tienen que utilizarlo en el pueblo. Así revive éste conjunto de tradición, la ciudad que se envuelve entre gritos de arrieros, reminiscencias de fondas camineras, y salmos de alborada y de la tarde, entonados por los abuelos, mientras la tierra va forjando en silencio la floración milagrosa de las semillas.

 

Es medio día y esta estampada jovial de la Familia Castañeda, enraizada en la tierra y con el corazón abierto a la vida y a la lucha, llega hasta el pueblo para mostrarle a las gentes que así, como ese grupo crecido en la fe y en el amor, hay en nuestra Antioquia la Grande, en cada cabaña bucólica y sencilla, una familia de abolengo invencible que escribe la historia del mundo, con la fuerza de sus brazos bajo la augusta mirada de Dios.

 

                                                                                                                  Lucía Javier

La montaña se despereza con el grito del labriego y empieza la voz del poeta cantando el himno de la raza, el infinito corte majestuoso de sus versos.  Desde la entraña misma de Gutiérrez González, se eleva el surtidor que riega por los campos

de la Patria su “Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia”; con su palestra de tradiciones se levanta el paisaje

singular de nuestra fiesta maicera, y por todos sus lares, el infatigable, el artista don Rómulo Carvajal,

reconstruye armonía y leyenda en el Desfile de

La Gloria de Los Treinta Peones

El capataz desfila con su atuendo de gloria, aquel vestido que es símbolo de lucha y conquista: un pantalón de tela dura, una camisa de color de montaña, sombrero y alpargatas, el pecho cruzado por el carriel majestuoso, el machete de siglos y al hombro la azada, baluarte de poderío y esperanza.    Lo siguen en banda los treinta poderosos titanes armados de luceros en los ojos y gritos en el alma, con una visión de cosechas en mitad del corazón.

 

Los perros marcan el paso de la fidelidad, como los machetes el filo de las costumbres, y los socoladores el rito mismo de llegar a la tierra con el alma encendida de promesas. Estampa de la montaña hecha floración en el concierto infinito de los labriegos que arrullan su nostalgia, cuando cae sobre los montes el golpe del hacha, el machete y el canto, o la viva rendición de los pastos a la trilla de los calabozos llevados por una mano curtida de sembradíos y plegarias. El cacho suena para la hora del descanso y las flamantes ollas entregan el almuerzo de los peones, ante la mirada inconclusa del garitero; atrás hay un concierto de plantíos y una canción de amor esperando ver como desciende la tarde sobre el rancho.

 

De las manos morenas de los sembradores cuelgan los canastillos repletos de semillas, el grano de oro que va hacia la tierra su misa, que se doblega silenciosa para entonar vendimia de maizales sobre las lomas promisorias de la raza, enmarcadas por un paisaje bucólico de invencible floración.    Así desfilan por las calles de mi ciudad de Sonsón, los Treinta Peones, con azadas de gloria y su maizal ambulante con sus yuntas.

 

El espantapájaros arrea esa invisible figuración de ardillas y pájaros, mientras estira sus brazos hacia la ambiciosa codicia de los guatines; atrás a tromba bullanguera de los tipleros derrama hacia la patria una cascada de bambucos y pasillos que son el grito de la raza laboriosa y triunfante, con el alma de trova y paso de ancestrales arreos. El triunfo inolvidable de los tiples abrazando labriegos hermanos, nacidos en una parcela de Antioquia donde se mece por los siglos la cuna florecida de la Raza.

 

La gloria de los Treinta Peones empieza con el canto del poeta, y la exalta nuestra Fiesta del Maíz. Es una acuarela de la montaña que fulgura en el alma de Gutiérrez González y llega de visita en nuestras calles, cuando el alma desciende de todas las lomas de la Patria, y se une en el grito fraterno de una sinfonía de compadres, tan estrechamente unidos, como si el corazón mismo de la montaña estuviera majestuoso sostenido por las cuatro puntas de una ruana”.

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                                                                                                                  Lucía Javier

Buscando en dónde comenzar la Roza, De un bosque primitivo la espesura,

Treinta peones y un patrón por jefe, Van recorriendo en silenciosa turba.
Vestidos todos de calzón de manta, Y de camisa de coleta cruda,

Aquél a la rodilla, ésta a los codos, Dejan sus formas de titán desnudas
El sombrero de caña con el ala Prendida de la copa con la aguja,

Deja mirar el bronceado rostro Que la bondad y la franqueza anuncia.
Atado por detrás con la correa Que el pantalón sujeta a la cintura,

Con el recado de sacar candela, Llevan repleto su carriel de nutria.

Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia

CAPITULO I  .  De los terrenos propios para el cultivo,

y manera de hacerse los barbechos, que decimos rozas

Envainado y pendiente del costado Va su cuchillo de afilada punta;

Y en fin, al hombro, con marcial despejo, El calabozo que en el sol relumbra.
Al fin eligen un tendón de tierra, Que dos quebradas serpeando cruzan,

En el declive de una cuesta amena, Poco cargada de maderas duras.
Y dan principio a socolar el monte, Los peones formados en columna;

A seis varas distante uno de otro Marchan de frente con presteza suma.
Voleando (8) el calabozo a un lado y otro, Que relámpagos forma en la espesura,

Los débiles arbustos, los helechos Y los bejucos por doquiera truncan.


Las matambas, los chusques), los carrizos, Que formaban un toldo de verdura,

Todo deshecho y arrollado cede Del calabozo a la encorvada punta.
Con el rastro encendido, jadeantes, Los unos a los otros se estimulan;

Ir adelante alegres quieren todos, Romper la fila cada cual procura.
Cantando a todo pecho la guabina, Canción sabrosa, dejativa y ruda,

Ruda cual las montañas antioqueñas Donde tiene su imperio y fue su cuna.
No miran en su ardor a la culebra Que entre las hojas se desliza en fuga

Y presurosa en su sesgada marcha, Cinta de azogue, abrillantada undula;

 

Ni de monos observan las manadas Que por las ramas juguetonas cruzan;

Ni se paran a ver de aves alegres Las mil bandadas de pintadas plumas;
Ni ven los saltos de la inquieta ardilla, Ni las nubes de insectos que pululan,

Ni los verdes lagartos que huyen listos, Ni el enjambre de abejas que susurra.

                                                                                                                  Gregorio Gutiérrez González

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